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miotip.com
28 días con sam, literatura juvenil

Me alejé de aquel lugar como alma que lleva el diablo, mientras la música seguía sonando incluso a través de las puertas y los metros que iba poniendo por medio. No miré atrás, ni un instante. Tenía miedo de perder las fuerzas para irme si llegaba a mirarlo otra vez. Salí a la calle y me llené de realidad. De incredulidad por lo que acababa de contemplar y ya en la acera, rodeada de gente, logré atisbar la ventana de aquél mágico salón en el que sin duda, él seguiría tocando frenéticamente melodía tras melodía.
Y sonreí. Sonreí muy fuerte y en silencio. Como sólo pueden serlo aquellas sonrisas llenas de nunca más y para siempre. Sonreí como nunca antes había sonreído y fíjate qué locura, me sentí llena y vacía al mismo tiempo. Permanecí aún unos minutos intentando adivinar si a esa distancia, entre el gentío y el murmullo constante de la gente, podía distinguir el sonido de su teclado.
Más tarde me explicaría que cada vez que tocaba se olvidaba de sí mismo porque ponía el alma en la música. Lo creí sin dudarlo. Lo creí muchas veces. Tantas que ahora me hace daño. Tantas incluso que olvidé por completo creer en mi misma.
Me arrebujé en la chaqueta y caminé calle abajo. La cámara aún colgaba de mi cuello pero no era la misma cámara que tenía unas pocas horas antes, no. Ahora esa cámara era única. Única porque había sido testigo de uno de los milagros más bonitos y horribles que pueden existir. Y ahora era mío.
Llegué a casa y la soledad de mi apartamento me dejó por un momento desconcertada. Me quité el abrigo, me descalcé de mala manera y caminé hacia mi dormitorio. Dejé la cámara reposando encima de mi cama y fui a hacerme una infusión. Necesitaba calmar los nervios.
¿Qué había ocurrido exactamente?
No dejaba de hacerme la misma pregunta una y otra vez. No dejaba de vislumbrar su perfil en mi memoria. No dejaban de sonar aquéllas notas huérfanas dentro de mi cabeza. ¿Qué ha pasado?
Tiene sentido que tratara de encontrarle algo de lógica a todo el asunto, aún no era consciente de que había perdido algo por el camino. De que estaba incompleta. De que había vuelto a casa, sí, pero siendo menos yo de lo que normalmente solía ser. Aún no era consciente del todo de que mi vida iba a cambiar, de que iba a necesitar muchas dosis de aquella tarde para poder seguir respirando adecuadamente. No era consciente de que iba a necesitarle como quien necesita respirar para poder vivir. No sabía que inconscientemente, a partir de aquella noche, iba a recorrer la misma calle una y otra vez esperando encontrarme con él por casualidad.
Cogí la cámara y empecé a revisar las fotos. Había alguna mal enfocada, con un encuadre algo pobre en cuanto a precisión, sin embargo lo que había dentro de la imagen lo compensaba infinitamente.
La delgada línea que perfilaba todo el ambiente, la luz anaranjada de la farola colándose dentro de aquella habitación y sus manos moviéndose frenéticamente de un lado a otro. Aquello era la perfección hecha imagen. Llegué sin darme cuenta a la primera foto, la del reloj y lo vi contemplándome. Con esa media luna en la comisura de los labios, las mejillas arreboladas y el pelo bailando con el viento. Sus ojos castaños sonreían con picardía y serenidad.
“Sígueme”
Y yo le seguí. Y aquella noche soñé con pianos. Y con música. Y con él. Y mi infusión se quedó encima de la mesa, donde la había dejado antes de revisar las fotos, enfriándose y dejando que la huella del tiempo pasara por encima y grabara en su superficie, el paso de las horas.

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Books and Berries nació como un canal bastante aleatorio hace más de cinco años. Siempre tuve la intención y las ganas de crear y compartir mis experiencias pero nunca la valentía suficiente para hacerlo. Hasta hace dos años.
¿Qué cambió hace dos años? Que me armé de valor gracias a que un par de personas cercanas a mí, me animaron incansablemente hasta que me decidí. Y así fue como subí contenido a mi canal de Youtube por primera vez.

Al principio quería que fuera el típico canal de vlogs, vida cotidiana y demás pero poco después me di cuenta de que mi rutina no era ni de lejos, tan apasionante como para que pudiera resultar de interés. Esto no es malo, solo que en ese momento no era algo que pudiera ofrecer con un mínimo de calidad.
Los primeros vídeos del canal son de 2016 y son un poco en parte experimento en parte ganas de coger confianza con la cámara y las herramientas de edición. No quedaron del todo mal ¿No creéis?
Con todo después de un tiempo, recordé que no se me daba mal recitar. Tenía un par de vídeos que habían sido reproducidos mil veces y quise probar. Y así fue como nació mi primer proyecto en serio: Marina.
Debería mencionar que me costó muchísimo. Perdí la motivación enseguida y sentí que no merecía la pena seguir. Dejé el canal abandonado varios meses, hasta noviembre/diciembre del año pasado en el que decidí que debería seguir hasta terminarlo.
Y así fue como Marina vio la luz en mi canal.
Con Marina empezó lo que se convirtió y es, hasta ahora, una batalla por mejorar. Por mejorar la calidad de la grabación, de la ambientación, de la edición, por intentar hacer de la experiencia de escuchar cada capítulo, algo especial. Los primeros capítulos de Marina están llenos de errores que por suerte a día de hoy he eliminado casi en su totalidad. Mis herramientas de trabajo no me dejan mejorar en calidad por el momento, pero me esfuerzo en dar lo mejor en el proceso de edición.
Después de Marina he subido vídeos tipo vlogs y hauls o reseñas por puro gusto de hacer algo distinto.
Tiempo después, cada vez que termino de subir un audiolibro completo en el canal, viene la pregunta que me tiene en vilo durante semanas a veces y es ¿Qué libro leo ahora? ¿Qué libro será interesante?¿Cuál gustará a las personas que me siguen?
Y de esa manera, subí El Cuento número 13 de Dianne Setterfield que terminé de leer en noviembre y he empezado con La Sombra del viento, proyecto que también me llevará un par de meses.
Tengo intención de seguir subiendo reseñas, wrap ups, algún vídeo sobre arte, cosas favoritas, opinión, recomendaciones... con el tiempo le he cogido gusto a esto de grabar y editar y aunque lleve horas y sea un trabajazo, ver el resultado final siempre me hace sentir orgullosa.
Espero que os haya gustado este pequeño repaso al canal y tengáis ganas de acompañarme el año que viene!
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“Encuentra lo que amas y deja que te mate” — Bukowski —
Y ahí estaba yo. De pie. A oscuras. Con el corazón en una mano y el alma en la garganta. Contemplando embelesada, completamente perdida, a aquél muchacho que tocaba el piano para mí. Totalmente consumido en las teclas, la luz de las farolas perfilando su cuerpo, sus movimientos. Una pequeña gota de sudor le corría por la mejilla. Y yo. Allí estaba. Como quien detiene el tiempo, totalmente atrapada por ese compás y ese ritmo tan cadente y pausado. Como quien pinta la vida en un cuadro en blanco y negro, como quien te quita la respiración. Allí estaba yo, viendo uno de los milagros más bonitos de la vida. Viendo cómo la música me daba vida poco a poco mientras olvidaba cómo respirar adecuadamente.
Allí, en mitad de un salón anónimo un muchacho desconocido tocó el piano para mí llevándose un poco de mi vida con él. Esa noche aprendí que la muerte tiene muchas caras. Que la muerte tiene muchas formas. Que muchas veces puedes verla, como cuando tienes un accidente, pero otras acude sigilosamente a ti en las noches más oscuras y las llena de luz y calor arrebatándote unos minutos de oxígeno. Paralizando tu corazón, haciendo que te tiemblen las entrañas. Aquella noche en aquél salón ocurrió algo maravilloso. Comprendí lo efímera que es la vida, comprendí la fragilidad de nuestra existencia y, segura de que no lo oiría tan enfrascado como estaba internándose cada vez más dentro de aquél monstruo, levanté la cámara y enfoqué.
Click.
Su figura se recortaba a contraluz, inclinada encima del piano. Click. Su espalda se curvó hacia atrás, levantó la cabeza y alzó la barbilla mientras sus dedos seguían bailando sobre el teclado. Los ojos cerrados. Click. La música cesó. Pausa. Permaneció completamente quieto. Un segundo. Dos. Tres. Un leve tintineo comenzó a surgir desde las entrañas del instrumento haciéndose cada vez más y más fuerte.
Click.
Retrocedí un paso. Me faltaba el aire, el salón me estaba ahogando, el sonido de aquél piano había comenzado a quitarme poco a poco la vida. Noté cómo la muerte acechaba en cada rincón, cómo era imposible mantenerse despierto en aquélla soporífera melodía. En aquélla canción sin título, sin nombre, sin cuerpo pero con alma. Sentí por un momento que se me había paralizado el corazón. Mi cuerpo no respondía. De repente tuve mucho frío. Y allí, contemplando a aquel extraño muchacho en mitad de aquél salón solitario, comprendí que hay cosas que nunca deben salir a la luz. Que hay genios que nunca han de ser descubiertos, porque su genialidad es capaz de hacer daño, porque su genialidad lo invade todo con una fuerza poderosa, tan grande que es capaz de arrancarte el corazón sin que te des cuenta. Genios destinados a estar solos. Siempre.
Y es que fue en ese instante, cuando sin darme cuenta, me enamoré de Sam.
Claro que en ese momento no sabía ni de lejos que se llamaba Sam. No sabía ni de lejos que iba a volver a mirarme a través de mi objetivo. No tenía ni idea de lo que iba a pasar después de aquélla noche. Sólo sé con certeza que mi corazón se quedó dentro de aquél piano y, que a partir de ese momento, sólo él podría hacerlo  latir.
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1
Sam era un muchacho algo extraño. Le gustaba mojar las patatas fritas en el batido de fresa. Le gustaba pasar las noches sin dormir y perderse los días sumido en un sueño profundo y espeso.
He de reconocer que Sam me gustaba. Tenía ese brillo en los ojos que te hacía sonreír sin apenas darte cuenta, tenía esa sonrisa de medio lado, picaresca, traviesa. Tenía las manos firmes y suaves, blancas y fuertes. Y olía de maravilla.
2
Conocí a Sam una tarde fría de octubre. De estas que te llegan a los huesos. Una tarde de invierno en otoño. Sin nieve pero con el gélido viento golpeando en las mejillas. Aquella tarde yo iba a ir a un concierto, pero aún no lo sabía. Caminaba por las calles de Madrid, muy segura de mi misma. Con la seguridad de alguien que no tiene miedo, con la firmeza de alguien que no sabe lo que es pasarlo mal. Con esa sonrisa de primeriza en la vida y ese corazón pleno, deseoso de amar a alguien de verdad. Iba enfrascada en mi gabardina de cuadros, con la cámara colgando del cuello. La música tronando en mis oídos y mucha ilusión traspasando los poros de mi piel. Iba, caminaba, paseaba, me comía las calles con esa media sonrisa que no se atrevía a salir completamente por la vergüenza.
Y es que es absurdo que hoy en día esté mal visto ver a alguien sonreír en la calle mientras que las peleas y discusiones nos resultan de lo más natural.  Llegué a la Puerta del Sol. Enfoqué la cámara y tras un click, quedó inmortalizada la imagen en la memoria del aparato. Y nada más bajarlo, lo vi. A lo lejos, de pie, justo en medio de la acera, debajo del reloj, mirándome fijamente.
Volví a levantar la cámara y esta vez lo enfoqué a él. A través del objetivo, me sonrió.
Click.
Quedó para siempre guardado en la memoria.
Aquellos ojos castaños. Esa sonrisa de medio lado, ese guiño en la mirada. Y el pelo revuelto a causa del viento.
 Me miró.
Y yo empecé a caminar. Comencé a seguirle con apremio mientras él desaparecía por una de las callejuelas que llegan a la Plaza Mayor. De vez en cuando miraba hacia mi por encima de su hombro, para asegurarse de que lo seguía. Se detenía y se distraía en algún escaparate, yo me detenía a mirarle, a unos prudenciales tres metros de distancia. Las luces iluminaban de medio lado su rostro, su mirada fugitiva de un lado a otro. Levanté la cámara y sonó otro click.
Levantó la vista y me miró a los ojos a través del objetivo.
Click.
Sonrió.
Llegamos a un callejón en el que todos los portales estaban cerrados. Tocó un timbre y abrió la puerta. Entró internándose en la oscuridad y mantuvo la puerta abierta a sus espaldas. Yo dudaba.
Los transeúntes pasaban ignorándome en mitad de aquella calle mientras contemplaba fijamente aquella puerta negra y su mano nívea, sosteniéndola.
Fue magnético. Mis piernas comenzaron a entrar. Un remolino de adrenalina y miedo me embargó y comenzó a subir desde mi estómago extendiéndose al resto de mi cuerpo. Las manos me temblaban, mis labios me traicionaban sonriendo abiertamente, mis ojos chispeaban de emoción y mis piernas no respondían a mi negativa de seguir avanzando y adentrarme en aquél portal oscuro.  Era un complot. Un complot creado por la incertidumbre, las ganas de descubrir qué había detrás de aquellos ojos castaños y aquél magnetismo que me hacía caminar, atrayéndome, cuando lo que quería era salir corriendo.
Nada más atravesar la puerta, ésta comenzó a cerrarse y poco a poco la oscuridad del lugar comenzó a inundarlo todo. Mis ojos tardaron en acostumbrarse y después de unos minutos pude vislumbrar su figura entrecortada en mitad de aquél lugar. Escuché sus pasos acercándose hacia mi y cómo su pelo rozó mi mejilla.
“¿Alguna vez has tenido miedo de la muerte?”
Click. Algo dentro de mi encajó, tenía que salir de ahí antes de que fuera demasiado tarde. Pero no, no pude reaccionar. Su aliento aún aleteaba en mi cuello. Aquél susurro se había quedado enganchado en mi pelo. No quería irse. Y mientras yo me debatía internamente, tratando de vencer lo asombroso del asunto, me cogió la mano y comenzó a subir las escaleras.
Subíamos los peldaños en completa oscuridad, él guiando mis pasos yo siguiéndolo ciegamente, tropezando de vez en cuando. Llegamos al rellano del segundo o tercer piso, no me acuerdo bien. Sólo sé que me perdí en lo bien que olía su piel. En la suavidad de sus manos. En la firmeza de sus pasos y el porte de sus hombros que si bien no podía ver con claridad, pude adivinar a través de sus movimientos.
Se paró frente a una puerta y antes de abrir se dio la vuelta colocándose a escasos centímetros de mi cara.
Sé que no nos conocemos. Pero esta noche, permíteme que te muestre el origen mismo de la magia. El origen de toda creación. 
Acto seguido se giró y abrió la puerta. La estancia no era muy amplia, apenas había espacio en el salón para los muebles. Sin embargo no se apreciaba falta de nada puesto que estaba completamente gobernado por un piano. ¿Y cómo sé que es un piano? Muy fácil. La ventana del salón daba directamente a la calle y en esa condición las luces del exterior y de las farolas cercanas iluminaban la estancia dándole un aspecto cuanto menos mágico. No voy a decir magnético porque me voy a repetir mucho, pero en serio, era imposible apartar la mirada de ese lugar.
Sin encender las luces, sin mirarme siquiera, aquél muchacho de pelo revuelto y ojos castaños pasó por mi lado dejando el rastro de su aroma flotando en el aire y se sentó frente al piano. Agachó la vista dirigiéndola hacia las teclas y toda la calle guardó silencio para poder escuchar.

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