Capítulo I & II

by - diciembre 08, 2018

1
Sam era un muchacho algo extraño. Le gustaba mojar las patatas fritas en el batido de fresa. Le gustaba pasar las noches sin dormir y perderse los días sumido en un sueño profundo y espeso.
He de reconocer que Sam me gustaba. Tenía ese brillo en los ojos que te hacía sonreír sin apenas darte cuenta, tenía esa sonrisa de medio lado, picaresca, traviesa. Tenía las manos firmes y suaves, blancas y fuertes. Y olía de maravilla.
2
Conocí a Sam una tarde fría de octubre. De estas que te llegan a los huesos. Una tarde de invierno en otoño. Sin nieve pero con el gélido viento golpeando en las mejillas. Aquella tarde yo iba a ir a un concierto, pero aún no lo sabía. Caminaba por las calles de Madrid, muy segura de mi misma. Con la seguridad de alguien que no tiene miedo, con la firmeza de alguien que no sabe lo que es pasarlo mal. Con esa sonrisa de primeriza en la vida y ese corazón pleno, deseoso de amar a alguien de verdad. Iba enfrascada en mi gabardina de cuadros, con la cámara colgando del cuello. La música tronando en mis oídos y mucha ilusión traspasando los poros de mi piel. Iba, caminaba, paseaba, me comía las calles con esa media sonrisa que no se atrevía a salir completamente por la vergüenza.
Y es que es absurdo que hoy en día esté mal visto ver a alguien sonreír en la calle mientras que las peleas y discusiones nos resultan de lo más natural.  Llegué a la Puerta del Sol. Enfoqué la cámara y tras un click, quedó inmortalizada la imagen en la memoria del aparato. Y nada más bajarlo, lo vi. A lo lejos, de pie, justo en medio de la acera, debajo del reloj, mirándome fijamente.
Volví a levantar la cámara y esta vez lo enfoqué a él. A través del objetivo, me sonrió.
Click.
Quedó para siempre guardado en la memoria.
Aquellos ojos castaños. Esa sonrisa de medio lado, ese guiño en la mirada. Y el pelo revuelto a causa del viento.
 Me miró.
Y yo empecé a caminar. Comencé a seguirle con apremio mientras él desaparecía por una de las callejuelas que llegan a la Plaza Mayor. De vez en cuando miraba hacia mi por encima de su hombro, para asegurarse de que lo seguía. Se detenía y se distraía en algún escaparate, yo me detenía a mirarle, a unos prudenciales tres metros de distancia. Las luces iluminaban de medio lado su rostro, su mirada fugitiva de un lado a otro. Levanté la cámara y sonó otro click.
Levantó la vista y me miró a los ojos a través del objetivo.
Click.
Sonrió.
Llegamos a un callejón en el que todos los portales estaban cerrados. Tocó un timbre y abrió la puerta. Entró internándose en la oscuridad y mantuvo la puerta abierta a sus espaldas. Yo dudaba.
Los transeúntes pasaban ignorándome en mitad de aquella calle mientras contemplaba fijamente aquella puerta negra y su mano nívea, sosteniéndola.
Fue magnético. Mis piernas comenzaron a entrar. Un remolino de adrenalina y miedo me embargó y comenzó a subir desde mi estómago extendiéndose al resto de mi cuerpo. Las manos me temblaban, mis labios me traicionaban sonriendo abiertamente, mis ojos chispeaban de emoción y mis piernas no respondían a mi negativa de seguir avanzando y adentrarme en aquél portal oscuro.  Era un complot. Un complot creado por la incertidumbre, las ganas de descubrir qué había detrás de aquellos ojos castaños y aquél magnetismo que me hacía caminar, atrayéndome, cuando lo que quería era salir corriendo.
Nada más atravesar la puerta, ésta comenzó a cerrarse y poco a poco la oscuridad del lugar comenzó a inundarlo todo. Mis ojos tardaron en acostumbrarse y después de unos minutos pude vislumbrar su figura entrecortada en mitad de aquél lugar. Escuché sus pasos acercándose hacia mi y cómo su pelo rozó mi mejilla.
“¿Alguna vez has tenido miedo de la muerte?”
Click. Algo dentro de mi encajó, tenía que salir de ahí antes de que fuera demasiado tarde. Pero no, no pude reaccionar. Su aliento aún aleteaba en mi cuello. Aquél susurro se había quedado enganchado en mi pelo. No quería irse. Y mientras yo me debatía internamente, tratando de vencer lo asombroso del asunto, me cogió la mano y comenzó a subir las escaleras.
Subíamos los peldaños en completa oscuridad, él guiando mis pasos yo siguiéndolo ciegamente, tropezando de vez en cuando. Llegamos al rellano del segundo o tercer piso, no me acuerdo bien. Sólo sé que me perdí en lo bien que olía su piel. En la suavidad de sus manos. En la firmeza de sus pasos y el porte de sus hombros que si bien no podía ver con claridad, pude adivinar a través de sus movimientos.
Se paró frente a una puerta y antes de abrir se dio la vuelta colocándose a escasos centímetros de mi cara.
Sé que no nos conocemos. Pero esta noche, permíteme que te muestre el origen mismo de la magia. El origen de toda creación. 
Acto seguido se giró y abrió la puerta. La estancia no era muy amplia, apenas había espacio en el salón para los muebles. Sin embargo no se apreciaba falta de nada puesto que estaba completamente gobernado por un piano. ¿Y cómo sé que es un piano? Muy fácil. La ventana del salón daba directamente a la calle y en esa condición las luces del exterior y de las farolas cercanas iluminaban la estancia dándole un aspecto cuanto menos mágico. No voy a decir magnético porque me voy a repetir mucho, pero en serio, era imposible apartar la mirada de ese lugar.
Sin encender las luces, sin mirarme siquiera, aquél muchacho de pelo revuelto y ojos castaños pasó por mi lado dejando el rastro de su aroma flotando en el aire y se sentó frente al piano. Agachó la vista dirigiéndola hacia las teclas y toda la calle guardó silencio para poder escuchar.

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