Capítulo IV
Me alejé de aquel lugar como
alma que lleva el diablo, mientras la música seguía sonando incluso a través de
las puertas y los metros que iba poniendo por medio. No miré atrás, ni un instante.
Tenía miedo de perder las fuerzas para irme si llegaba a mirarlo otra vez. Salí
a la calle y me llené de realidad. De incredulidad por lo que acababa de
contemplar y ya en la acera, rodeada de gente, logré atisbar la ventana de
aquél mágico salón en el que sin duda, él seguiría tocando frenéticamente
melodía tras melodía.
Y sonreí. Sonreí muy fuerte y
en silencio. Como sólo pueden serlo aquellas sonrisas llenas de nunca más y
para siempre. Sonreí como nunca antes había sonreído y fíjate qué locura, me
sentí llena y vacía al mismo tiempo. Permanecí aún unos minutos intentando
adivinar si a esa distancia, entre el gentío y el murmullo constante de la
gente, podía distinguir el sonido de su teclado.
Más tarde me explicaría que
cada vez que tocaba se olvidaba de sí mismo porque ponía el alma en la música.
Lo creí sin dudarlo. Lo creí muchas veces. Tantas que ahora me hace daño.
Tantas incluso que olvidé por completo creer en mi misma.
Me arrebujé en la chaqueta y
caminé calle abajo. La cámara aún colgaba de mi cuello pero no era la misma
cámara que tenía unas pocas horas antes, no. Ahora esa cámara era única. Única
porque había sido testigo de uno de los milagros más bonitos y horribles que
pueden existir. Y ahora era mío.
Llegué a casa y la soledad de
mi apartamento me dejó por un momento desconcertada. Me quité el abrigo, me
descalcé de mala manera y caminé hacia mi dormitorio. Dejé la cámara reposando
encima de mi cama y fui a hacerme una infusión. Necesitaba calmar los nervios.
¿Qué había ocurrido exactamente?
No dejaba de hacerme la misma
pregunta una y otra vez. No dejaba de vislumbrar su perfil en mi memoria. No
dejaban de sonar aquéllas notas huérfanas dentro de mi cabeza. ¿Qué ha pasado?
Tiene sentido que tratara de
encontrarle algo de lógica a todo el asunto, aún no era consciente de que había
perdido algo por el camino. De que estaba incompleta. De que había vuelto a
casa, sí, pero siendo menos yo de lo que normalmente solía ser. Aún no era
consciente del todo de que mi vida iba a cambiar, de que iba a necesitar muchas
dosis de aquella tarde para poder seguir respirando adecuadamente. No era
consciente de que iba a necesitarle como quien necesita respirar para poder
vivir. No sabía que inconscientemente, a partir de aquella noche, iba a recorrer
la misma calle una y otra vez esperando encontrarme con él por casualidad.
Cogí la cámara y empecé a
revisar las fotos. Había alguna mal enfocada, con un encuadre algo pobre en
cuanto a precisión, sin embargo lo que había dentro de la imagen lo compensaba
infinitamente.
La delgada línea que perfilaba
todo el ambiente, la luz anaranjada de la farola colándose dentro de aquella
habitación y sus manos moviéndose frenéticamente de un lado a otro. Aquello era
la perfección hecha imagen. Llegué sin darme cuenta a la primera foto, la del
reloj y lo vi contemplándome. Con esa media luna en la comisura de los labios,
las mejillas arreboladas y el pelo bailando con el viento. Sus ojos castaños
sonreían con picardía y serenidad.
“Sígueme”
Y yo le seguí. Y aquella noche
soñé con pianos. Y con música. Y con él. Y mi infusión se quedó encima de la
mesa, donde la había dejado antes de revisar las fotos, enfriándose y dejando
que la huella del tiempo pasara por encima y grabara en su superficie, el paso
de las horas.
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